La semana pasada fue desesperante.
El aire quemaba,
el sol no menguaba,
el cuerpo dolía.
No podíamos respirar
no podíamos salir,
no podíamos parar de sudar.
La semana pasada fue
la última semana antes del verano,
la última semana primaveral.
Y aún así, esa primavera de las películas,
la de las flores en el pelo
y la ropa de escaparate,
la despedimos sin verla llegar.
Hoy, miércoles 22 de junio,
comienza oficialmente el verano.
Y aunque aún no se han encendido
las hogueras de San Juan,
ya llevamos varios días sintiendo
el dolor de la piel al arder.
Me pregunto qué pasará con la primavera.
Me pregunto si seguirá existiendo
o si con el paso del tiempo
empezaremos a recordarla
como a una persona
que se fue para no volver.
Pienso en los cuadros que la pintan
como una mujer blanca adornada con flores.
La imagino agónica, escuálida,
con la boca marchita,
muerta de sed.
Me pregunto si deberíamos
seguir celebrando el solsticio
o si deberíamos conmemorarlo
como el acto fúnebre de la primavera
que ya no estará nunca más.
Yo, que nací en una tierra
mal llamada «eterna primavera»,
me pregunto si solamente
las primaveras septentrionales
están condenadas a desaparecer
o si también mi tierra,
habrá de morir de sed.
De momento solo nos queda aguantar
los tres meses hasta el equinoccio
las doce semanas febriles,
esperando que no logren
también a nosotras
hacernos marchitar.
Imagen y escrito por Luisa Ordóñez